Introducción a
An Epicure in the Terrible: A Centennial Anthology of Essays in Honor of H. P. Lovecraft

[Translated by Miguel Bernardo Olmedo Morell]

(Rutherford, NJ: Fairleigh Dickinson University Press, 1991)
[Copyright © 1991 by Associated University Presses, Inc. Reprinted by permission. Translaton copyright © 2018 by Miguel Bernardo Olmedo Morell.]

¿De qué sirve estudiar a Lovecraft? Está claro que, en la mente de algunos críticos e investigadores, esta pregunta aún necesita respuesta. En el espacio del que dispongo me es imposible presentar una defensa general del relato extraño, pero puedo al menos sugerir que la condena de Edmund Wilson de su obra como “mal arte de mal gusto” (FDOC, 47) pueda ser, como mínimo, un poco miope. Wilson escribió esta reseña informal hace cuarenta y cinco años, y las vicisitudes del reconocimiento de Lovecraft (su adulación en las revistas de fans de ciencia ficción y fantasía de los años cuarenta; el frío silencio de los cincuenta; el despiadado ataque de Colin Wilson en el que le llamaba neurótico en los sesenta; y la clarificación sistemática por parte de sus muchos defensores de las ideas erróneas que de él se tenían en los setenta y ochenta) serían en sí mismas un interesante objeto de estudio.

Una segunda pregunta, “¿de qué sirve leer a Lovecraft?”, parece haber sido ya respondida, si los millones de copias de tapa dura y blanda de sus obras en este país y las traducciones de sus historias a quince o más idiomas a lo largo del mundo son testimonio suficiente. Sus lectores de siempre han estado divididos: por una parte están los jóvenes entusiastas de la fantasía, por la otra un pequeño grupo de escritores y críticos (desde T. O. Mabbot hasta Jorge Luis Borges) que ve más allá de los monstruos con tentáculos que adornan las portadas de sus libros hasta llegar a la sustancia filosófica y literaria de las obras en sí. Puede que sea este primer grupo de lectores el que hace que la crítica establecida tenga tantas dudas: ¿cómo puede un escritor tan popular tener valor literario? Ésta es una pregunta muy relevante, no un leve vestigio de la aristocracia literaria. Aunque nos inundan los volúmenes de supuesta investigación dedicados a Stephen King, hay pocos motivos para pensar que su trabajo merece mucha atención.

Lo que debemos hacer, entonces, es observar qué es lo que hace que merezca la pena estudiarlo, y por qué, cien años después de su nacimiento, sigue teniendo tantos seguidores populares y académicos. Aquí hay algunas pistas: (1) La vida de Lovecraft, aunque desde el exterior parezca haber transcurrido sin incidencias, es de un tremendo interés: gracias a la existencia de decenas de millares de sus cartas, es uno de los individuos más autodocumentados en la historia de la humanidad; (2) su vida, trabajo, y pensamiento forman una unidad filosófica y estética presente en tan solo unos pocos escritores; y (3) la totalidad de su obra de narrativa, ensayos, poesía, y cartas, son dignas de estudio. Los ensayos en este volumen trataron varios de estos puntos de forma mucho más detallada de lo que yo puedo hacerlo aquí, pero ofreceré algunas sugerencias.

I

Howard Phillips Lovecraft nació el 20 de Agosto de 1890 en su hogar natal de la Angell Street número 454 (por aquel entonces 194) en Providence, Rhode Island. Provenía de una familia distinguida: su línea materna, los Phillips, podían trazar su linaje casi hasta el Mayflower, y cuando más adelante visitó lo que habían sido las ancestrales haciendas del oeste de Rhode Island, la gente aún recordaba el nombre de Phillips con cariño y respeto (veáse SL 2.81f.). Su línea paterna era de origen inglés - Lovecraft pudo trazar el nombre “Lovecraft” o “Lovecroft” hasta el siglo quince. Cuando él nació, su familia era adinerada, la mayoría de su fortuna derivada de los extensos intereses comerciales de su abuelo paterno, Whipple Van Buren Phillips. Esta prosperidad, sin embargo, no duraría mucho tiempo. La muerte de Whipple Phillips en 1904 tuvo dos efectos desastrosos: le arrancó a Lovecraft una de sus principales influencias tempranas (ya que, tras la muerte de su padre por paresia en 1898, el cuidado del niño había sido encomendado a su madre, sus dos tías, y en particular a su abuelo); además, debido a la mala gestión de los asuntos financieros por los compañeros de negocios de Phillips, su fortuna fue malgastada y los Lovecraft se vieron obligados a dejar atrás su mansión palatina. Él jamás se recuperó de la pérdida de su hogar natal. A corto plazo casi le hizo suicidarse, cuando daba largos paseos en bicicleta y observaba melancólicamente las profundidades del río Barrington. A largo plazo, le provocó un sentimiento de pérdida y desenraizamiento que sus lecturas tempranas tan solo consiguieron aumentar.

Estas lecturas, elegidas al azar de la amplia biblioteca familiar, se pueden clasificar en tres áreas generales: textos de anticuario, fantasía y horror, y ciencia. Es posible que la primera categoría fuera, en aquel momento, la más importante. Lovecraft se sentía atraído por el sigo dieciocho, llegando a desarrollar una curiosa afinidad por los libros con la “larga s”. Leyó a todos los poetas y escritores de prosa estándar (especialmente a los ensayistas; no le entusiasmaban tanto los primeros novelistas), y a través de las grandes traducciones de los clásicos griegos y latinos de aquella época (el Ovidio de Garth, La Iliada y La Odisea de Pope) llegó a los autores clásicos. Aprendió suficiente latín para traducir las primeras ochenta y ocho líneas de La Metamorfosis de Ovidio a dísticos heroicos a los diez años;[1] a los doce años ya estaba escribiendo poemas intensamente saturados del clasicismo de Virgilio, Horacio, Ovidio, y Juvenal. En la línea fantástica, absorbió tanto los Cuentos de hadas de Grimm como las Mil y una noches (éste último le incitó a adoptar un estilo mahometista hasta que dejó paso a las arboledas de Hellas); con ocho años descubrió a Poe, lo que le dio el mayor ímpetu a su escritura que jamás hubiera recibido. Pero sobre esta época Lovecraft también descubrió el mundo de la ciencia: primero la química, y luego la astronomía. Más adelante afirmó que el helenismo y la astronomía fueron las dos influencias centrales de sus primeros años, sobre todo esta última ya que dio lugar a su filosofía “cósmica” en la que la humanidad y el mundo son una mota de polvo en los vórtices del espacio infinito. Mantuvo durante mucho tiempo esta dualidad de ciencia y literatura pura en su propia escritura: por una parte tenemos sus numerosos tratados juveniles sobre química y astronomía, así como sus periódicos amateurs The Scientific Gazette (1899-1909) y The Rhode Island Journal of Astronomy (1903-09); por otra sus historias juveniles, poemas, y traducciones. Tan solo armonizaría estos esfuerzos más adelante en su narrativa “científica”, en especial At the Mountains of Madness (En las montañas de la locura) y “The Shadow out of Time” (“En la noche de los tiempos”).

La prodigiosa fecundidad de los escritos tempranos de Lovecraft indican no solo precocidad sino una cantidad considerable de tiempo libre. En efecto, su educación formal (primero en Slater Avenue School y luego en Hope Street High School) fue siempre esporádica, y acabó no culminando en la obtención de un diploma. Los problemas de salud fueron la causa de sus frecuentes ausencias, aunque la naturaleza de su enfermedad no es fácil de discernir. Él afirmaba que había sufrido frecuentes crisis nerviosas en su juventud, incluyendo una seria en 1908 que lo llevo a retirarse no solo del instituto sino también del mundo en sí. Destruyó muchos de sus primeros escritos, y pasó los siguientes cinco años como un recluso al que pocas cosas podían tocar: sabemos que en su vigésimo primer cumpleaños en 1911 se pasó el día en trolebús,[2] pero aparte de eso este período es un misterio.

Lovecraft salió de este encierro de una forma muy curiosa. Habiendo caído en el hábito de leer las revistas populares de la época, especialmente algunas de las primeras sensacionalistas de Mynsey (The Argosy, The All-Story, etc.), se sintió tan irritado por las contribuciones de un escritor de romance, Fred Jackson, que escribió una carta en verso al editor como protesta. Sin duda, a él no le parecía nada peculiar resucitar la sátira en verso del siglo XVIII en el año 1913, pero esto debió haber divertido al editor, que acabó publicándola. A esto siguieron una serie de respuestas entre Lovecraft y los que defendían a Jackson, una batalla que fue observada por Edward F. Daas de la United Amateur Press Association (UAPA). Él instó a los participantes más prominentes a unirse a la orden, y Lovecraft lo hizo de inmediato.

La UAPA (y su rival, la National Amateur Press Association, a la que Lovecraft se unió más tarde) era un grupo de escritores amateur que escribían y publicaban sus propias revistas - algunas muy burdas, otras bastante distinguidas. Él se unió a la organización a comienzos de 1914, y durante la década que siguió produjo una cantidad sorprendente de escritura amateur: editó trece ediciones de su propio periódico, The Conservative; contribuyó con ensayos y poemas a decenas de otras revistas; editó el órgano oficial de la UAPA, The United Amateur, y sirvió como presidente y moderador del Departamento de Crítica Pública. Fue como si hubieran lanzado una cuerda salvavidas a un hombre que se ahogaba: Lovecraft, de salud frágil, avergonzado de su incapacidad de asistir a la Brown University y conseguir una carrera, sumergido en un mundo creado por sí mismo cada vez más alejado de la realidad, acabó siendo rescatado por un grupo de escritores amateur con aspiraciones similares a las suyas (o eso creía) pero con puntos de vista que a menudo diferían enormemente del suyo. El formidable intelecto y habilidad literaria de Lovecraft lo ascendieron rápidamente a un puesto de prominencia en el campo (una prominencia de la que aún disfruta como uno de los pilares del movimiento amateur), pero él sabía que había recibido tanto del mundo amateur como le había dado:

En 1914, cuando el mundo amateur tuvo la amabilidad de extenderme su mano por primera vez, estaba tan cerca de un estado de vegetación como cualquier animal… Con la llegada de la United obtuve una renovada voluntad de vivir; un sentimiento renovado de existencia como algo más que una carga superflua; y encontré una esfera en la que podía sentir que mis esfuerzos no eran enteramente fútiles. Fue la primera vez que pude sentir que mis torpes tanteos con el arte eran algo más que leves gritos perdidos en el imperturbable vacío.[3]

Fue en el mundo amateur donde Lovecraft volvió a escribir ficción. Sus socios (notablemente W. Paul Cook) alabaron los cuentos juveniles que él permitió que se imprimieran – “The Beast in the Cave” (“La Bestia en la Cueva”, 1905), “The Alchemist” (“El alquimista”, 1908) - y le instaron a escribir más. Lo hizo, produciendo “The Tomb” (“La tumba”) y “Dagon” uno detrás del otro en el verano de 1917. A partir de entonces, mantuvo un ritmo de escritura firme aunque escaso hasta su muerte. Pero hasta por lo menos 1922 Lovecraft pensaba en sí mismo más como poeta y ensayista que como escritor de narrativa; en cuestión de volumen, la colección de sus versos y ensayos triplican la de su prosa.

Incluso la venta profesional de su trabajo se generaba a través del mundo amateur. Al principio, algunos de sus poemas fueron re-impresos desde las revistas amateurs por la profesional National Magazine de Boston. Entonces, en 1921, Lovecraft recibió una oferta para publicar una serie de seis “relatos horripilantes” para una revista profesional, Home Brew, lanzada por un colega amateur, George Julius Houtain. Debería haber cobrado 5$ por cada segmento de la serie (que ahora conocemos como “Herbert West - Reanimator” [“Herbert West: Reanimador”], universalmente reconocido como su trabajo más pobre) pero aún hay dudas de si llegó a ver este dinero. El año siguiente escribió otra serie para Home Brew (que era, en su mayor parte, una revista de humor, y a la que Lovecraft se refirió con justicia como “una pésima canallada” [SL 4.170]), un cuento mucho mejor llamado “The Lurking Fear” (“El miedo que acecha”). La fundación en 1923 de Weird Tales parecía prometer un mercado perfecto para sus obras, pero élfue en un comienzo reacio a publicar sus historias ahí. Pero al fin hizo el esfuerzo, y a partir de entonces su trabajo apareció allí regularmente. Lovecraft nunca escribió (o, más bien, vendió) suficientes relatos para ser un escritor profesional; en su lugar, su fuente de ingresos provenía de una menguante herencia familiar y de la deprimente tarea de revisión literaria y la escritura fantasma. Este trabajo recorría toda el abanico, desde libros de texto a poesía, novelas y artículos. Pero en ocasiones atraía clientes de revisión que querían escribir cuentos de horror, y sus “revisiones” de los trabajos de tales novatos como Hazel Heald, Zealia Bishop, Adolphe de Castro, y otros, a veces eran equivalentes a componer de cero.

Sin embargo, en 1921, su vida doméstica fue terriblemente afectada por la muerte de su madre tras una larga enfermedad. La señora Lovecraft, cuya débil constitución había sido destruida por la muerte de su marido bajo circunstancias peculiares (parece probable que él, un vendedor viajero, muriera a causa de algún tipo de sífilis, aunque todo parece apuntar de forma conclusiva que Lovecraft no era congénitamente sifilítico), y que sobreprotegía a su hijo de forma patológica, murió en un manicomio. La causa inmediata de su muerte, no obstante, fue una operación de vesícula biliar mal realizada. Lovecraft, paralizado por este golpe, se sintió de nuevo tentado por el suicidio, pero este sentimiento no le duró mucho tiempo. Un mes después de la muerte de su madre asistió a una convención de periodismo amateur en Boston, donde conoció a la mujer que se convertiría en su esposa. Sonia Haft Greene era una judía rusa siete años mayor que él, pero se sintió atraído por su devoción a las cartas amateur y por lo que en apariencia parecía ser una visión similar del mundo. Su noviazgo puso fin al comienzo de un romance (del que sabemos muy poco) entre Lovecraft y la poeta amateur Winifred Virginia Jackson, pero él y Sonia tardaron tres años en decidir casarse. Cuando al fin lo hicieron, Lovecraft se lo hizo saber a sus tías por carta después de que la ceremonia tuviera lugar en la catedral de St. Paul en Nueva York; quizá temía que la herencia racial de Sonia, y el hecho de que estuviera a cargo de una sombrerería exitosa en Fifth Avenue, no hubiera sido aprobado por las dos ancianas damas de la estirpe de Nueva Inglaterra.

¿Estaba el matrimonio de Lovecraft abocado al fracaso? Es fácil afirmar esto después de que pasara, pero no había motivos para pensar que sería así. ¿Quién sabe lo que habría pasado si una serie de desastres no hubieran caído sobre la pareja casi inmediatamente después de su matrimonio? El colapso de la tienda de Sonia; la incapacidad de Lovecraft de encontrar trabajo en Nueva York; los problemas de salud de Sonia, que la forzaron a dejar su hogar para recuperarse en varias casas de reposo; y, quizá más importante, el horror creciente de Lovecraft a Nueva York: su tamaño opresivo, las hordas de “aliens” detrás de cada esquina, su énfasis en la velocidad, el dinero, y el comercio. Los muchos amigos que tenía en la ciudad (Samuel Loveman, Rheinhart Kleiner, Arthur Leeds, y especialmente el joven poeta y fantasioso Frank Belknap Long, Jr.) no fueron suficientes para protegerle de la depresión e, incluso, de incipiente locura. El 1 de Enero de 1925, después de tan solo 10 meses de convivencia con Sonia, Lovecraft se mudó a una habitación en un área miserable de Brooklyn, mientras su esposa se marchó para buscar trabajo en el Medio Oeste. Desde entonces, ella regresó a Nueva York tan solo de forma intermitente.

La narrativa de Lovecraft dio un vuelco de lo nostálgico (como “The Shunned House” [“La casa evitada”, 1924], ambientada en Providence) a lo amargo (“He” [“Él”] y “The Horror at Red Hook” [“El horror de Red Hook”, ambos 1925]), dejando ver sus sentimientos sobre Nueva York; el final de este primer relato condensa su anhelo de regresar al mundo calmo y familiar de Nueva Inglaterra. Pero ese retorno tan solo tuvo lugar en 1926, tras una complicada serie de arreglos llevados a cabo por Lovecraft, su mujer, Frank Long, y sus tías: él regresó con euforia a Providence, asentándose en Barnes Street número 10 al norte de la Brown University. ¿Dónde quedaba Sonia en estos planes? Nadie parecía saberlo, y mucho menos Lovecraft. Él continuó profesándole su amor, pero se negaba a volver a Nueva York; y cuando ella propuso abrir su tienda en Providence, también hubo resistencia, esta vez por parte de sus tías. Sonia lo resume en pocas palabras: “En su momento, sus tías me informaron educada pero firmemente que ni ellas ni Howard podían permitirse que su esposa se ganara la vida trabajando en Providence. Eso fue todo. Ahora sabía dónde quedábamos todos. El orgullo prefirió sufrir en silencio; tanto el de ellos como el mío.”[4] El estatus social de la familia (a pesar de su pobreza) era demasiado valioso para ser mancillado por una esposa comerciante; el matrimonio estaba esencialmente acabado, y el divorcio de 1929 fue inevitable.

Lovecraft retornó a la existencia reposada que había conocido antes de Sonia y Nueva York. Pero ya no se trataba de la misma persona que tan solo veía el siglo XVIII o la antigüedad clásica e ignoraba el mundo moderno; ni tampoco la que se encerró en sí misma como en el período de 1908 a 1913. En su lugar, se sumergió tras una ráfaga de actividad literaria como nunca antes había experimentado ni volvería a experimentar: en seis meses escribió “The Call of Cthulhu” (“La llamada de Cthulhu”), “The Silver Key” (“La llave de plata”), The Dream-Quest of Unknown Kadath (La búsqueda onírica de la desconocida Kadath), The Case of Charles Dexter Ward (El caso de Charles Dexter Ward), “The Colour out of Space” (“El color que cayó del cielo”), y muchos otros trabajos, y también completó el tratado Supernatural Horror in Literature (El horror sobrenatural en la literatura) que había comenzado en 1925 en Nueva York. Se convirtió, en los últimos diez años de su vida, en el hombre que más se nos viene a la mente cuando escuchamos el nombre “Lovecraft”: el autor de cuentos de horror cósmico; el centro de una vasta y siempre creciente red de vínculos epistolares con figuras literarias del campo (August Derleth, Donald Wandrei, Vincent Starrett, Clark Ashton Smith, Robert E. Howard, E. Hoffmann Price, Henry S. Whitehead, y otros); el rastreador de lugares de anticuario por toda el área oriental del continente (Quebec, Nueva Inglaterra, Filadelfia, Washington, DC., Richmond, Charleston, St Augustine, Nueva Orleans, Key West); el estadista anciano de la fantasía que, en los años 30, sirvió como inspiración y mentor a muchos jóvenes fans y escritores (Robert Bloch, J. Vernon Shea, R. H. Barlow, Charles D. Hornig, Julius Schwartz, Donald A. Wollheim, Duane W. Rimel, Fritz Leiber, Henry Kuttner, James Blish, y muchos otros).

Había habido media docena de panfletos publicados por editores amateur, y la edición jamás publicada de Paul Cook de “The Shunned House” (“La casa evitada”, impresa en 1928) tuvo a Lovecraft esperando hasta el momento de su muerte. A finales de los años 20, Farnsworth Wright, de Weird Tales, jugó con la idea de realizar un compendio de los relatos de Lovecraft (que habría de ser llamado, de forma profética, The Outsider and Others [El extranjero y otros]), pero el plan jamás vio la luz. Entonces, en 1931, la editorial G. P. Putnam’s Sons solicitó ver algunas de sus historias. Su posterior rechazo, que coincidió con el rechazo de Wright de At the Mountains of Madness (En las montañas de la locura; Lovecraft consideraba ésta su obra más ambiciosa) fue todo un contratiempo para él. Siempre sensible a la crítica, él admitiría más adelante que este doble rechazo “fue lo que más influyó para acabar con mi carrera efectiva en la narrativa” (SL 5.224). Esfuerzos posteriores por parte de Vanguard, Knopf, Loring & Mussey, y William Morrow para publicar un compendio de relatos o una novela tampoco tuvieron éxito. La obra tardía de Lovecraft está cada vez más teñida por la falta de confianza en sí mismo: “The Shadow over Innsmouth” (“La sombra sobre Innsmouth”, 1931) pasó por dos, quizás tres borradores; “The Dreams in the Witch House” (“Los sueños en la casa de la bruja”, 1932), una de sus obras tardías más pobres, fue escrita frenéticamente a lápiz, así como “The Thing on the Doorstep” (“La cosa en el umbral”, 1933); “The Shadow out of Time” (“En la noche de los tiempos”,1934-35) pasó por al menos dos borradores. En 1936, Lovecraft hizo la afirmación, para nosotros sorprendente, de que “Estoy más lejos de hacer lo que quiero hacer de lo que lo estaba hace 20 años”. Puede que le satisficiera mudarse al fin a una casa histórica en 66 College Street en 1933 (la casa tenía sus orígenes ca. 1825), y también su glorificación cada vez mayor en el temprano fenómeno fan de la fantasía. Pero uno se pregunta si el sentimiento de frustración que impregna su trabajo tardío tuvo algo que ver con no haber buscado ayuda médica para el cáncer de intestino que acabo matándolo, y cuyos síntomas habían empezado a ser evidentes al menos dos años antes de su muerte. ¿O tenía miedo que se repitiera la operación chapucera que se había llevado a su madre? En cualquier caso, cuando Lovecraft entro al Jane Brown Memorial Hospital el 10 de Marzo de 1937, todo lo que se podía hacer era darle morfina para aliviar el dolor. Murió cinco días más tarde y fue enterrado en la parcela de la familia Phillips en el Swan Point Cemetery. Es tan solo recientemente que se ha erigido un marcador aparte en su tumba, con fondos contribuidos por muchos de sus admiradores póstumos. La piedra reza: “Yo soy Providence”.

II

¿Qué quería decir Lovecraft cuando escribió:

“Debería describir mi propia naturaleza como tripartita, mis intereses compuestos de tres grupos paralelos y disociados: (a) amor por lo extraño y lo fantástico; (b) amor por la verdad abstracta y por la lógica científica; (c) amor de lo antiguo y lo permanente. Las diversas combinaciones de estos tres intereses son la fuente de todos mis gustos extraños y excentricidades”.

(SL 1.110)

Si de verdad estos intereses estaban “disociados”, y si de verdad comprendían la totalidad de su pensamiento y personalidad (escribió esto en 1920), son preguntas que nos hemos de plantear. Más adelante confesó, con pasión, que su amor del pasado alimentaba su interés principal en lo extraño: la derrota o frustración del tiempo. En cualquier caso, la imagen tradicional de Lovecraft (aquella en la que pensamos cuando vemos el exquisito retrato de Virgil Finlay en el que aparece como un caballero engalanado) como el fósil del sigo XVIII completamente ignorante de y hostil hacia el siglo veinte ha demostrado ser falsa, a partir del momento en que sus cartas fueron publicadas. Cualquiera que lea la minuciosa disección de la escena política anterior a las elecciones de 1936 (Lovecraft era un notable partidario del New Deal) sabrá que no era un “extraño en este siglo”, tal y como el “Outsider” (“extranjero”) decía de sí mismo. Incluso su ficción, si se lee cuidadosamente, puede verse como más que los sueños escapistas de un anticuario consentido. Superficialmente tenemos cosas como el descubrimiento de Plutón citado en “The Whisperer in Darkness” (“El que susurra en la oscuridad”, 1930), o la por entonces aún controvertida teoría de la deriva continental en At the Mountains of Madness (En las montañas de la locura, 1931). Más profundamente tenemos a Einstein, Planck y Heisenberg apareciendo recurrentemente de forma significativa en su ficción tardía, o las metáforas transparentes del futuro desarrollo estético, político, y económico de la humanidad en las civilizaciones alienígenas en “The Mound” (“El túmulo”, 1929-30), At the Mountains of Madness (En las montañas de la locura), y “The Shadow out of Time” (“En la noche de los tiempos”).

Esto no significa que abandonara su amor por el pasado, tan solo que lo justificaba más racionalmente. Su prosa, por ejemplo, siempre mostró trazas de una absorción temprana de la literatura augusta. Pero en los años tardíos podía defender la prosa del siglo XVIII (y con razón) precisamente porque era más natural y directa que el estilo florido de Carlyle o el “fuego de ametralladora” de Hemingway:

Me niego a dejarme llevar por esa maldita patraña de esta era igual que me negué a caer ante las pomposas y educadas chorradas del Victorianismo; y una de las principales falacias del presente es que la suavidad, incluso cuando no conlleva un sacrificio de la franqueza, es un defecto. La mejor prosa es vigorosa, directa, escueta, y cercana (al igual que los mejores versos) al lenguaje del discurso actual; pero tiene ritmos naturales y suavidad similares a los de la buena habla oral. Jamás ha habido prosa tan buena como la del siglo XVIII, y cualquiera que piense que puede superar a Swift, Steele, y Addison es un imbécil.

(SL 4.32-33)

Lo que vemos, por tanto, en el curso de su obra así como en su vida y pensamiento es una aceptación gradual del mundo moderno, pero al mismo tiempo una creencia de que el mundo ofrecía menor riqueza estética que ciertas edades anteriores de la civilización occidental. Lovecraft pasó de ser un anticuario ingenuo a ser un anticuario informado.

Su “amor por la verdad abstracta y por la lógica científica” le llevó a perseguir un amplio rango de intereses académicos: literatura, filosofía, química, astronomía, astrofísica, antropología, psicología, arte, y arquitectura; y, lo que es más importante, a fabricar una filosofía coherente que sirvió como base de toda su obra literaria. Éste no es el lugar adecuado para realizar una exposición completa de esa filosofía, pero sí se podrán esbozar algunos aspectos de su relación con su obra literaria.

Sus estudios tempranos en las ciencias naturales, así como su absorción del atomismo de Demócrito, Epicuro, y Lucrecio, lo llevó a su adopción del materialismo mecánico. La carta triunfal que aseguraba la verdad de esta postura, según Lovecraft, fue la obra fundamental de la ciencia del siglo XIX: la hipótesis nebular de Laplace explicaba suficientemente la evolución del universo; la teoría de Darwin abolía el mito del “alma” y el argumento del diseño; y, quizá más importante para el ateo Lovecraft, la obra de antropólogos como E.B. Tylor y J.G. Frazer explicaba con completitud abrumadora el origen natural de la creencia humana en lo sobrenatural. Durante el resto de su vida, él trabajó incansablemente para adoptar los descubrimientos potencialmente perturbadores de la ciencia del siglo XX con el positivismo del siglo XIX. Einstein mostró la equivalencia fundamental de la materia y la energía: bueno, uno aún podía ser más o menos un materialista (tal y como lo eran los pensadores modernos que más veneraba, Bertrand Russell y George Santayana), a pesar de que la palabra “materialista” se usaría tan solo en un sentido histórico:

Lo cierto es que el descubrimiento de la identidad de la materia con la energía, y su consecuente carencia de diferencias vitales intrínsecas con el espacio vacío, es un golpe de gracia definitivo al mito primitivo e irresponsable del “espíritu”. Pues la materia, parece ser, es en realidad exactamente lo que se suponía que era el “espíritu”. Así se demuestra que la energía errante siempre tiene una forma detectable; que si no toma la forma de ondas o corrientes de electrones, se convierte en materia por sí misma; y que la ausencia de cualquier otra forma detectable de energía no indica la presencia del espíritu, sino la ausencia de cualquier cosa.

(SL 2.266-67)

Entonces llegó Planck con la teoría cuántica. Esto demostró ser un poco más problemático para Lovecraft, pero al final la aceptó:

Lo que la mayoría de los físicos creen, actualmente, que significa la teoría cuántica no es que exista alguna incertidumbre cósmica, de cuyos múltiples trayectos pueda emerger una reacción; sino que en ciertas ocasiones, ningún canal de información concebible puede mostrar a los seres humanos qué curso se seguirá, o a través de qué curso surgió un determinado resultado observado.

(SL 3.228)

Esto, de hecho, no es cierto, a pesar de que había sido respaldado por Einstein (“Dios no juega a los dados con el cosmos”) y otros pensadores destacados de la época. En cuanto a Heisenberg, de hecho se le menciona en “The Dreams in the Witch House” (“Los sueños en la casa de la bruja”), pero no sé hasta qué punto adoptó Lovecraft realmente el concepto de la indeterminación. En cualquier caso, él siguió lidiando con estas cuestiones con una tenacidad que pocos ajenos al campo de la filosofía han demostrado. Más importante aún, él llegó a creer que cualquier trabajo de literatura viable (incluso la ficción y la poesía) debían derivar de una visión del universo sólida y precisa. Aunque se oponía completamente al didacticismo literario, sentía que su obra era al menos la encarnación inconsciente de su pensamiento metafísico y ético.

Su hostilidad hacia la religión, por el motivo principal de que hacía afirmaciones erróneas sobre la naturaleza de la entidad (“la mitología judeo-cristiana NO ES VERDAD” [SL1.60]) parece haber aumentado con el paso de los años, hasta el punto en que expresó desprecio hacia los religiosos ortodoxos que no dejaban de lavarle el cerebro a los jóvenes con sus creencias religiosas aún a pesar de la cantidad masiva de pruebas científicas en contra. Y sin embargo, los descubrimiento de la ciencia moderna no lo llevaron a titubear al respecto, como cuando habló de

… el nuevo misticismo o la neo-metafísica engendrados por las incertidumbres publicitadas de la ciencia reciente; Einstein, la teoría cuántica, y la resolución de la materia en fuerza. Aunque estos nuevos giros de la ciencia no significan nada en relación con el mito de la consciencia cósmica y la teleología, una nueva camada de modernos desesperados y horrorizados está apoderándose de la duda de todo el conocimiento positivo que implican; y están deduciendo de ello que, ya que nada es cierto, entonces cualquier cosa puede ser cierta… de dónde uno puede inventar o revivir cualquier tipo de mitología que la imaginación o la nostalgia o la desesperación puedan dictar, y desafiar a cualquiera a demostrar que no es emocionalmente cierto, signifique eso lo que signifique. Este neo-misticismo enfermizo y decadente (una protesta no solo contra el materialismo mecánico sino contra la ciencia pura con su destrucción del misterio y la dignidad de la emoción y experiencia humanas) será el credo dominante de los estetas de mediados del siglo veinte, como la penumbra de Eliot y Huxley ya ha pronosticado.

(SL 3.53)

La posición final de Lovecraft (derivada, al igual que la mayor parte de la cita de arriba, de The Modern Temper, de Joseph Wood Krutch) fue una de aceptación resignada de las verdades de la ciencia: la verdad de que el mundo y la raza humana ocupan un lugar minúsculo e insignificante en el gran esquema de las cosas; la verdad de que uno vive y muere y eso es todo. Cuando buscó liberarse de las cadenas restrictivas de la realidad, no fue la clase de libertad que repudiaba los hechos propia de las creencias religiosas, sino la libertad imaginativa de la ficción extraña. Fue precisamente porque sentía que el universo era un mecanismo inexorable con leyes naturales rígidas que necesitaba la fuga de la imaginación:

La revuelta general de la mente sensible contra la tiranía del recinto corpóreo, el limitado equipamiento sensorial, y las leyes de la fuerza, el espacio y la causalidad, es mucho más aguda y amarga y mejor formada que las absurdas revueltas de los petulantes de pelo largo contra los casos aislados y específicos de las certezas cósmicas. Por supuesto que no toma la forma de petulancia personal, ya que no hay un conveniente chivo expiatorio al que endosar el mal impersonal. En su lugar, aparece como una tristeza ubicua y una impaciencia imposible de especificar, manifestada en un amor por los sueños extraños y un ánimo que se divierte al ser importunado por las pretensiones cósmicas absurdas de los diversos circos religiosos. Pues bien; en nuestros tiempos, estos circos absurdos están desvaneciéndose, a pesar de la senilidad prematura de los gordos Chesterbellocs y los falsos moradores de Waste Land Shantih y las nostálgicas y apáticas “sobre-creencias” de los ancianos y los físicos que no tuvieron infancia. Ha llegado la hora de que la revuelta razonable contra el tiempo, el espacio y la materia asuma una forma no enteramente incompatible con lo que se sabe de la realidad; cuando ha de ser satisfecha con imágenes que forman suplementos en lugar de contradicciones del universo visible y mensurable. ¿Y qué puede, sino una forma de arte cósmico no sobrenatural, pacificar este sentimiento de revuelta, al mismo tiempo que satisfaga la curiosidad?

(SL 3.295-96)

Pero si su “amor por la verdad” le llevó a aceptar los hechos científicos (como él los veía), independientemente de cuán desagradables y destructivos fueran para el ego humano, su “amor de la antiguo y permanente” le permitió madurar una ética que situaba la tradición en su centro.

En un cosmos sin valores absolutos, debemos valernos de los valores relativos que afectan a nuestra sensación diaria de confort, placer, y satisfacción emocional. Aquello que alivia nuestro dolor y nos satisface es lo que llamamos, arbitrariamente, “bueno”, y vice versa. Esta nomenclatura local es necesaria para darnos una ilusión benigna de ubicación, dirección, y trasfondo estable en las cuales se basan las ilusiones aún más importantes de hacer cosas que merecen la pena, tener significancia dramática en los eventos, y tener interés por la vida. Ahora bien, lo que ofrece a una persona o raza o época un alivio para el dolor y una satisfacción relativa a menudo difiere enormemente psicológicamente con respecto a lo que ofrece estos mismos bienes a otra persona, raza o época. Por lo tanto, el “bien” es una cualidad relativa y variable, que depende del linaje, la cronología, la geografía, la nacionalidad, y el carácter individual. En medio de esta variabilidad tan solo hay una constante de fijeza a la que podemos aferrarnos como el pseudo-estándar práctico de los “valores” que necesitamos para sentirnos satisfechos. Esa constante es la tradición, el potente legado emocional heredado de la experiencia unificada de nuestros antepasados, individuales o nacionales, biológicos o culturales. La tradición no significa nada a nivel cósmico, pero lo significa todo a nivel local y pragmático porque no tenemos nada más que nos proteja de un sentimiento devastador de estar perdidos en un tiempo y espacio infinitos.

(SL 2.356-57)

Esto parece demasiado oportuno; no hay ningún motivo por el que todo el mundo debiera sentir la tradición como algo tan fuerte que su ausencia llevaría a uno a sentirse perdido. Pero sí que sirve para explicar la conducta caballeresca de Lovecraft y muchas de sus ideas políticas. Su concepción de la política fue radicalmente alterada durante su vida. Comenzó como un monárquico ingenuo que lamentaba la revolución americana y la independencia con Inglaterra, y acabó como un socialista confirmado que deseaba que Franklin D. Roosevelt procediera aún más rápido con la reforma. Pero hay puntos de contacto en todo momento. Su crianza aristocrática jamás le abandonó, y su desconfianza hacia la democracia se volvió más pronunciada después de los eventos que siguieron a la depresión, los cuales le llevaron a adoptar el socialismo. En el centro de toda la filosofía política de Lovecraft está la noción de cultura: las tradiciones acumuladas de cada raza, sociedad, y región. “Todo lo que me importa es la civilización, el estado de desarrollo y organización que es capaz de satisfacer las complejas necesidades mentales, emocionales y estéticas de hombres altamente evolucionados y agudamente sensibles” (SL 2.290). Hombres, cabe suponer, como él mismo. Lo que esto significa es que cualquier cosa que se interponga en el camino del desarrollo de una cultura rica y armoniosa (para Lovecraft, ésta dependía principalmente de la democracia y el capitalismo) debe desaparecer. La unión de estas dos fuerzas a comienzos del siglo XIX llevó a la destrucción de ese alto nivel de cultura mantenido por la aristocracia del pasado:

El capitalismo burgués le dio un golpe mortal a la excelencia artística y a la sinceridad al entronar un barato valor de entretenimiento a costa de la excelencia intrínseca que las personas no adquisitivas de posición asegurada pueden disfrutar. El mercado determinante para el material escrito, pictórico, musical, dramático, decorativo, arquitectónico, y de cualquier otro tipo estético ha dejado de componerse de un círculo pequeño de gente realmente informada, y se ha convertido en un círculo substancialmente más grande (aun cuando una vasta proporción de la sociedad se muere de hambre en impotencia miserable y desarticulada por culpa de la ambición y malicia comercial) de origen mixto dominado numéricamente por idiotas desinformados cuyos ideales sistemáticamente pervertidos (la adoración del ingenio pobre, la adquisición material, el confort y suavidad baratos, el éxito material, la ostentación, la velocidad, la magnitud intrínseca, el brillo superficial, etc.) les ha impedido poder alcanzar el gusto y las perspectivas de las buenas gentes cuyo vestido y habla y modales externos imitan tan asiduamente. Este rebaño de patanes adquisitivos han traído de la tienda y el banco un set completo de actitudes superficiales, la simplificación excesiva, y sentimentalismos sensibleros que no podría satisfacer a ningún arte o literatura sinceros; y han sobrepasado tanto en número a la buena gente educada que la mayoría de las agencias proveedoras se han reorientado inmediatamente hacia ellos. La literatura y el arte han perdido la mayor parte de su mercado, y la escritura, la pintura, el drama, etc., han sido devorados más y más por los dominios de las empresas del entretenimiento.

(SL 5.397-98)

La respuesta no era una resurrección de retaguardia del principio aristocrático (Lovecraft era lo suficientemente realista para entender que esto no era posible en la América de los años 30) sino el socialismo. La aristocracia y el socialismo eran realmente imágenes reflejadas de la misma cosa:

… lo que solía respetar no era realmente la aristocracia, sino una serie de cualidades personales desarrolladas entonces mejor que cualquier otro sistema… una serie de cualidades, no obstante, cuyos méritos recaían solo en una psicología del desinterés, la verdad, el valor y la generosidad no calculadora y no competitiva fomentada por una buena educación, un estrés económico mínimo, y una posición asegurada, tan posible de conseguir a través del socialismo como lo era por la aristocracia.

(SL 5.321)

El socialismo implicaba tales derechos económicos básicos como pensiones para la vejez, seguro de desempleo, y (un asunto vital para muchos economistas y legislados de los años 30, pero finalmente rechazado por Roosevelt y subsiguientes administradores) horas laborales más cortas para que todos los que quisieran trabajar pudieran tener oportunidad de hacerlo. Lovecraft acabó defendiendo esta postura porque sentía que el dominio de las máquinas en sus tiempos habían hecho posible que todo el trabajo necesario se llevara a cabo por un número reducido de personas. Por tanto, las horas laborales tendrían que ser reducidas arbitrariamente para esparcir el poco trabajo que quedaba con toda la población. Para él, éste sería un beneficio añadido: el aumento del tiempo de ocio para todo el mundo se podría usar para mejorar los propósitos educativos y estéticos, con una mejoría en el nivel de la cultura general. Parecía convencido, al final de su vida, de que esta utopía estaba al alcance de la mano, y que sería Roosevelt quien la traería (“las recientes elecciones me han satisfecho enormemente” [SL 5.390], escribió en 1937), pero ahora me parece un poco ingenuo que Lovecraft esperara que el socialismo llegara tan fácilmente a este país, o que el ciudadano promedio, si se le concediera más tiempo libre, lo usara para elevarse a sí mismo de una forma convenientemente edificante. De hecho, ocho años antes había expresado un sentimiento que no solo estaba más en línea con su desconfianza de las masas y su odio por la mecanización, sino que era una predicción tristemente precisa del estado de nuestra cultura actual:

Si las víctimas-maquinas tuvieran más tiempo libre, ¿qué harían con él? ¿Qué recuerdos y experiencias tienen para formar un trasfondo que diera significado a cualquiera de las cosas que puedan hacer? ¿Qué pueden ver o hacer que significara nada para ellos?…lo que hasta ahora ha hecho a la vida tolerable para la mayoría es el hecho de que su rutina laboral y entorno naturales jamás han estado enteramente faltos de emociones, contacto con la naturaleza, incertidumbre, novedades, e irregularidad libre y sencilla que acumulan un trasfondo de asociaciones calculadas para fomentar la ilusión de importancia y hacer posible el auténtico disfrute del arte y el ocio. Sin esta ayuda de su entorno, la mayoría jamás conseguiría estar satisfecha. Ahora que se está desvaneciendo, se encuentran en un auténtico apuro, ya que no pueden esperar enfrentarse a las oleadas de ennui de la forma en que la minoría determinada puede. Habrá, por supuesto, intentos grandilocuentes y de ideales flácidos para ayudar a las pobres criaturas. Oiremos acerca de todo tipo de reformas y reformistas fútiles: contornos de la cultura estandarizados, líderes del entretenimiento profesionales y guías de estudio de la diversión, y ejemplos similares de elevamiento y espíritu fraternal artificiales. ¡Y servirá para tanto como la mayoría de las reformas! Mientras tanto, la tensión del aburrimiento y la imaginación insatisfecha aumentará, estallando cada vez con más frecuencia en crímenes de perversidad mórbida y violencia explosiva.

(SL 2.308-9)

Quizá fuera una buena cosa que Lovecraft no sobreviviera hasta los setenta o los ochenta.

El componente final de su filosofía política es el racismo. Ya hemos dejado de intentar, como lo hizo August Derleth, de intentar pasar esto por alto, pero también estamos alejándonos de la reprensión de maestro de colegio de L. Sprague de Camp de las creencias de Lovecraft sin tener conocimiento de su origen y propósito. De hecho, el punto en el que debería haber sido criticado con más razón ha sido malentendido por muchos. No es el mero hecho de que expresara opiniones ofensivas sobre los negros, judíos, y cualquier otra raza “no aria”; es el hecho de que tan solo en este área de su pensamiento no ejercitara esa flexibilidad de pensamiento que le ayudó a comprender a Einstein y Plack, Eliot y Joyce, Franklin D. Roosevelt y Norman Thomas. En todos los aspectos de su filosofía salvo éste, él siempre estaba expandiendo, clarificando, y corrigiendo sus opiniones para adaptarse a los hechos del mundo; en cuanto a la raza, y solo en cuanto a la raza, su actitud se mantuvo monolítica. Por ejemplo, el primer volumen del Study of History de Toynbee (1934) ya había destrozado el mito de “la supremacía aria”, pero Lovecraft no le prestó atención. Hasta el final de su vida consideró a los negros y los aborígenes australianos como biológicamente inferiores a todas las demás razas humanas, e insistía en mantener una férrea distinción entre los colores. En cuanto a las otras razas, aunque no las denominaba inferiores, sentía que mezclarlas produciría una heterogeneidad cultural, con efectos nocivos sobre la cultura mundial:

Ninguna nación determinada y homogénea debería (a) admitir una cantidad suficiente de miembros de una raza ajena como para producir una alteración tangible en la composición de la etnia dominante, o (b) tolerar la disolución de la corriente cultural con elementos emocionales e intelectuales ajenos al impulso cultural original. Estos peligros llevan a los resultados más indeseables, i.e., el alejamiento de la población de las instituciones originales, y la enajenación de las instituciones con respecto a sus gentes originales… todo esto son aspectos de una condición subyacente y desastrosa: la destrucción de la estabilidad cultural, y la creación de una disparidad desesperanzadora entre un grupo social y las instituciones con las que vive.

(SL 4.249)

Es como si Lovecraft quisiera paralizar la cultura en una etapa determinada; la etapa que él conocía y con la que se sentía cómodo.

De todo esto se ha hablado muchísimo no solo porque el tema aún parece avergonzar a sus apologistas (que no se dan cuenta de que su actitud no era particularmente extraña en su época, y que al menos acabó entrando en armonía con su filosofía general), sino también porque se refleja en su ficción de forma ubicua. No se puede dudar de que los monstruos en “The Lurking Fear” (“El miedo que acecha”, 1922), “The Horror at Red Hook” (“El horror de Red Hook”, 1925), y “The Shadow over Innsmouth” (“La sombra sobre Innsmouth”, 1931) son proyecciones apenas disimuladas de sus miedos racistas de una deposición de la cultura nórdica por culpa de una inmigración y mestizaje excesivos. De hecho, cuando el narrador de este último relato escucha a algunos ciudadanos de Innsmouth “intercambiando sigilosas palabras guturales… en una lengua que podría haber jurado no era inglés” (DH, 341), sentimos, evidentemente, no solo una leve perturbación, sino una sensación de alienación cósmica. Sin duda, los dos años que pasó Lovecraft en los suburbios de Nueva York no le ayudaron a reformarse; ni tampoco, aparentemente, su matrimonio con una judía.

Sus sentimientos aristocráticos también llevaron al dogma principal de su teoría estética: el de autoexpresión no comercial. No nos queda otra que sonreír cuando Lovecraft escribe: “Un caballero no debería escribir todas sus imágenes para que la plebe la mire. Si escribe, debería ser en cartas privadas para otros caballeros con sensibilidad y criterio” (SL1.243). Pero su noción central fue una que reconoció desde el principio hasta el final de su carrera. Una vez que el acto de creación (de capturar esos sentimientos, imágenes y concepciones que reclaman al artista ser expresados) está completo, la tarea de escribir ha terminado. Incluso publicar el trabajo no tiene importancia; o, más bien, es un proceso completamente separado que no tiene nada que ver con escribir. Podemos referirnos a esto como “el arte por el arte”, si queremos. Pero, aunque aprendió esta actitud de Poe, Wilde, y Pater, así como su hostilidad general al didacticismo, en realidad había más que eso. “Escribir, a fin de cuentas, es la esencia de todo lo que queda en mi vida, y si perdiera la habilidad o la oportunidad para hacerlo, no tendría más motivos, o la voluntad necesaria, para soportar la broma de la existencia”[5]. A E. hoffmann Price, el amateur prototípico de las revistas pulp, Lovecraft le explicó en profundidad por qué no podía adaptarse a ese tipo de publicaciones:

El arte no es lo que uno decide decir, sino lo que insiste en ser dicho a través de uno. No tiene nada que ver con el comercio, la demanda editorial, o la aprobación popular. Los únicos elementos de importancia son el artista y las emociones que fluyen a través de él. Por supuesto, hay un negocio de abastecimiento de revistas que es perfectamente honesto por sí mismo, y un campo digno para aquellos que valen para ello. Ojalá yo valiera para ello. Pero no es en lo que estoy interesado. Si valiera para ello, sería algo a lo que me dedicaría como una actividad distinta de mi trabajo más serio, tal y como lo son mis actividades de revisión actuales. Sin embargo, no valgo, y el campo me resulta tan repugnante que debe ser la última opción que tomaría para conseguir refugio, ropa y sustento. Cualquier otro tipo de trabajo legítimo sería preferible para mis gustos particulares. Me desagrada este oficio porque tiene una apariencia externa burlonamente similar a la auténtica composición literaria, que es la única cosa (aparte de las tradiciones ancestrales) que me tomo en serio en la vida.

(SL 5.19-20)

Esta actitud explica muchas cosas: la reticencia inicial de Lovecraft a presentar sus escritos a Weird Tales; su subsiguiente reticencia a diversificar sus mercados incluso cuando Weird Tales rechazó algunas de sus mejoras obras; su timidez a la hora de contactar a editoriales con una novela o colección de relatos. A nosotros nos resulta un disparate casi criminal que jamás hubiera siquiera intentando preparar The Case of Charles Dexter Ward (1927) para ser publicada, en una época en que muchas editoriales habrían sido más receptivas a publicar una novela que una colección de relatos. Pero tenía derecho a sentir que esa novela no era un éxito y que no debía ser impresa. Sus últimos años estuvieron plagados por una creciente pobreza: la venta providencial en 1936 de dos historias, concertadas por amigos que actuaban como agentes, a Astounding por $630 le salvó de tener que pedir caridad, pero incluso entonces Lovecraft se negó a realizar trabajo amateur. No hace falta decir que su postura ha dado sus frutos: nadie ha escrito una tesis doctoral sobre el trabajo de E. Hoffman Price o Seabury Quinn.

III

A corto plazo, la reputación de Lovecraft dependerá sin duda de sus aproximadamente sesenta relatos y novelas cortas, y es justo que la mayor parte de los artículos en este volumen se centren en ellos. Yo mismo solo puedo tratar las características más generales de su ficción en este espacio, y entonces pasar brevemente por el resto de su obra.

Un punto de partida útil para el estudio de la filosofía de la ficción de Lovecraft es su propia afirmación histórica de 1927:

Ahora, todos mis relatos están basados en la premisa fundamental de que las leyes comunes e intereses y emociones humanos no tienen validez o significancia en la enormidad del cosmos. Para mí, no hay más que inmadurez en un cuento en el que la forma humana, así como las pasiones humanas locales y sus condiciones y estándares, se representan como nativos en otros mundos y universos. Para alcanzar la esencia de la auténtica externalidad, sean de tiempo o espacio o dimensión, uno debe olvidarse de que tales cosas como la vida orgánica, el bien y el mal, el amor y el odio, y todos los atributos locales de una raza insignificante y temporal llamada humanidad, existen en absoluto. Tan solo las escenas y personajes humanos deben tener deben tener cualidades humanas. Estos deben representarse con realismo despiadado (no romanticismo barato), pero cuando cruzamos la frontera hacia el infinito y espantoso desconocido (el afuera plagado de sombras), no debemos olvidarnos de dejar nuestra humanidad y nociones terrestres en el umbral.

(SL 2.150)

Esta afirmación, enfatizando la amoralidad fundamental de su cosmos ficticio, se hizo al mismo tiempo que reenvió “The Call of Cthulhu” (“La llamada de Cthulhu”, 1926) a Weird Tales, y no cabe duda de que este relato representa un punto de inflexión en su obra, aunque quizá no exactamente de la manera que muchos piensan. Desde luego, marca el debut de la enrevesada pseudomitología de Lovecraft, apodada por August Derleth como “la mitología de Cthulhu”. Pero lo importante es que revela que ha tomado no solo el mundo, sino el universo como su trasfondo. El alcance cósmico que se convirtió en una característica tan distintiva de su obra tardía se podía observar tan solo tangencialmente en su trabajo anterior a 1926, a pesar de que había sido un objetivo estético desde el principio. Ya en 1921, Lovecraft había escrito:

No puedo escribir sobre la “gente ordinaria” porque no me interesa lo más mínimo. Sin interés no puede haber arte. Las relaciones del hombre con el hombre no cautivan mi imaginación. Son las relaciones del hombre con el cosmos, con lo desconocido, lo que despierta en mí la chispa de la imaginación creativa. La postura antropocéntrica es imposible para mí, ya que no puedo adquirir la miopía primitiva que magnifica la tierra e ignora el trasfondo.

(In Defence of Dagon 21)

Todo esto está muy bien, pero, ¿dónde encontramos algo parecido en sus cuentos tempranos? La segunda historia de su madurez, “Dagon” (1917), tan solo la sugiere tenuemente en su breve vistazo a una vasta criatura “similar a Polifemo” (D, 18). Pero eso es todo. Lo que es aún más curioso es que los muchos relatos del período de 1919 a 1921 inspirados por Lord Dunsany (de los cuales Lovecraft aseguraba ostentosamente en Supernatural Horror in Literature (El horror sobrenatural en la literatura) que “su punto de vista es el más auténticamente cósmico de cualquiera presente en la literatura de cualquier período” (D, 429) carecen llamativamente de ese aspecto cósmico, buscando en su lugar imitar esa cualidad sencilla, similar a las fábulas, que es característica de la obra de Dunsany.

Pero todo eso cambió con “The call of Cthuhu” (“La llamada de Cthulhu”). No trataré ahora la polémica cuestión de cuán útil es agrupar aquellos relatos de Lovecraft que utilizan su panteón imaginario (Azathoth, Nyarlathotep, Yog-Sothoth, etc.) o topografía imaginaria de Nueva Inglaterra (Arkham, Kingsport, Dunwich, Innsmouth, etc.) u otros accesorios, tales como los libros míticos de conocimientos ocultos como el Necronomicon o De Vermis Mysteriis. Tras la muerte de Lovecraft (o incluso antes, según Will Murray) todo esto se convirtió en una suerte de “juego social” (como dijo, muy acertadamente, Maurice Lévy) cuando los escritores de segunda imitaron la forma externa de “la mitología de Cthulhu” pero no su sustancia filosófica. Aún más que los incontables imitadores de Sherlock Holmes, estas imitaciones han arrojado una luz dudosa sobre Lovecraft, y es comprensible que críticos como David E. Schultz deseara desechar todo el armazón de la mitología, que ve como un obstáculo en lugar de una ayuda para entenderlo. Pero el hecho es que Lovecraft usó su pseudomitología más atentamente en algunos relatos que en otros, y gracias a esto consiguen un poder cumulativo que no tendrían como unidades independientes.

Lo que derivamos de la ficción tardía de Lovecraft es un sentimiento brutal del lugar desesperanzadoramente minúsculo de la humanidad en el esquema cósmico del universo. En su cosmos ficticio, oleadas sucesivas de razas alienígenas (siempre son culturas o civilizaciones enteras, nunca individuos aislados) llegaron a la tierra hace millones de años, erigieron vastas ciudades, gobernaron enormes imperios, y finalmente desaparecieron mucho antes de la llegada de la humanidad. Cada una de estas razas es incalculablemente superior a nosotros, física, intelectual, y, lo más revelador de todo, estéticamente. La Gran Raza en “The Shadow out of Time” (“En la noche de los tiempos” tiene un extenso archivo repleto de documentos sobre todas las especies en el cosmos; el registro de la humanidad se encuentra en la “sección más baja o de vertebrados” (DH, 397). Peor aún, los primigenios de At the Mountains of Madness, que vinieron de las estrellas y se establecieron en la Antártida, “al parecer crearon toda la vida en la tierra como una broma o por error” (MM, 22). Tan solo somos el subproducto inconsecuente y accidental de otra raza.

El pasaje citado antes en el que Lovecraft anhelaba un “arte cósmico no sobrenatural”(SL 3.296) es también de vital importancia para entender sus metas ficticias y su lugar en la historia de la ficción extraña. Los eventos y entidades en sus cuentos tardíos no son sobrenaturales en la realidad no abiertamente contradictoria que conocemos. Más bien, personifican aquellas “leyes naturales” que aún nos son desconocidas. Cuando, en “Notes on Writing Weird Fiction” (“Notas sobre la escritura de ficción extraña”), Lovecraft dice que “uno de mis más fuertes y más persistentes deseos es alcanzar, temporalmente, la ilusión de una extraña suspensión o violación de los mortificantes límites del tiempo, el espacio, y las leyes naturales que nos aprisionan en todo momento y frustran nuestra curiosidad sobre los infinitos espacios cósmicos más allá del alcance de nuestra visión y análisis” (UPP 3.42), tiene cuidado de especificar que sería “la ilusión” de una violación. Esta noción se aclara en una carta:

El punto crucial de un relato extraño es que es algo que no podría pasar de ninguna manera. Si un avance inesperado de la física, la química o la biología revelara la posibilidad de cualquier fenómeno narrado por el cuento extraño, ese fenómeno particular dejaría de ser extraño en el sentido absoluto de la palabra, ya que se inculcaría de una serie diferente de emociones. Ya no representaría libertad imaginativa, ya que no seguiría indicando una suspensión o violación de las leyes naturales contra cuyo dominio universal se rebelan nuestras imaginaciones.

(SL 3.434)

Esta noción de que los sucesos en un relato extraño deben formar “suplementos en lugar de contradicciones del universo visible y mensurable” (SL 3.295-96) es lo que le da a Lovecraft su lugar único en una amalgama inclasificable de fantasía y ciencia ficción. No es sorprendente que haya influido considerablemente en el desarrollo subsecuente de ambos géneros.

Si Lovecraft es capaz de sugerir los impresionantes abismos del cosmos con tanta habilidad como cualquier escritor, también puede mostrar en sus relatos la realidad del pasaje mundano: los lugares rústicos y remotos de Vermont en “The Whisperer in Darkness” (“El que susurra en la oscuridad”); el antártico congelado en At the Mountains of Madness (En las montañas de la locura); el declive insidioso del una vez próspero puerto marítimo de Innsmouth en “The Shadow over Innsmouth” (“La sombra sobre Innsmouth”). Esto no es una paradoja, y en sus “Notes on Writing Weird Fiction” (“Notas sobre la escritura de ficción extraña”), él defiende tanto su realismo topográfico como su disminución de los personajes humanos como parte de un mismo objetivo estético:

Al escribir una historia extraña siempre intento muy cuidadosamente alcanzar la atmosfera adecuada, y poner énfasis en a dónde pertenece. Uno no puede, salvo en la ficción inmadura y charlatana del pulp, presentar fenómenos imposibles, improbables o inconcebibles como un relato común de actos objetivos y emociones convencionales. Los sucesos y condiciones inconcebibles tienen una desventaja especial que superar. Esto solo puede conseguirse manteniendo un cuidadoso realismo en cada frase de la historia excepto en lo que atañe a la maravilla en cuestión. Esta maravilla debe tratarse de forma impactante y deliberada, con un meticuloso aumento de la tensión emocional, para que no parezca sosa y poco convincente. Ya que es el elemento principal de la historia, su mera existencia debería eclipsar a los personajes y sucesos. Pero los personajes y sucesos deben ser consistentes y naturales excepto en lo que concierne a esa única maravilla.

(UPP 3.44)

El realismo, por tanto, no es una meta sino una función en Lovecraft. Facilita la percepción de que “algo que no podría pasar de ninguna manera” está, de hecho, pasando. Lo mismo ocurre con su estilo. Éste es denso y rico en texturas que tiende a ayudar en la creación de esa “atmósfera” que se esforzaba tanto por crear. Su estilo, por supuesto, ha sido muy criticado, y no hay duda de que sus obras tempranas están “sobreescritas” de una forma que él más adelante despreció. Pero la prosa del Lovecraft tardío es precisa, musical, y tan evocativa como cualquier obra escrita por Dunsany o Machen, sus ejemplos a seguir en el campo estilístico. Por supuesto, uno tiene total libertad, como Edmund Wilson o Jacques Barzun, de que no le guste. Pero condenar un estilo asiánico simplemente por ser asiánico (y eso es, francamente, todo lo que puedo deducir de la mayoría de estas críticas) no me parece una metodología particularmente sólida. Basta con que uno se regodee sensualmente en un pasaje como éste:

La Cosa no puede ser descrita. No hay palabras para tales abismos de demencia aullante e inmemorial, tan espeluznantes contradicciones de materia, fuerza, y orden cósmico. Una montaña andaba o se arrastraba. ¡Dios! ¿Cómo puede sorprender que en el otro lado del mundo un gran arquitecto se volviera loco, y que el pobre Wilcox delirara febril en ese momento telepático? La Cosa de los ídolos, el verde, pegajoso vástago de las estrellas, se había despertado para reclamar lo que era suyo. Las estrellas se habían alineado de nuevo, y lo que un culto milenario no había conseguido hacer a propósito, una banda de marineros inocentes había hecho por error. Después de un decillón de años el gran Cthulhu era libre de nuevo, y estaba delirante por deleitarse.

(DH, 152)

Y debemos recordar que casi treinta páginas de prosa clínica y meticulosa han proveído ese “meticuloso aumento de la tensión emocional” para alcanzar este momento de clímax.

La mayoría de sus ensayos se escribieron durante su fase de trabajo intensivo como amateur, más o menos entre 1914 y 1922. Son rígidos, formales y dogmáticos. Lovecraft sin duda mostraba que podía escribir como un Addison del siglo XX, pero también mostraba la rigidez de mente que venía del estudio constante, el aislamiento, y de su ignorancia del mundo. Pero esto no duro mucho tiempo. Lovecraft sabía bien cuán importante era su participación en el mundo de las cartas amateur: su dogmatismo empezó a ceder conforme encontraba opiniones muy diferentes a las suyas, tanto en el helenismo de fin-de-siècle de Samuel Loveman, la religiosidad ortodoxa de Maurice W. Moe, el erotismo desenfadado de Rheinhart Kleiner, o el ateísmo evangélico de James F. Morton. Lovecraft nunca renunció a sus amadas predilecciones: el amor por lo extraño; su defensa del clasicismo sobre el romanticismo; un ateísmo sincero pero no fanático ni éticamente irresponsable. Pero estos fueron modificados y pulidos a través de sus contactos amateur. En este sentido, sus ensayos tempranos (así como su correspondencia asombrosamente voluminosa) fueron influencias formativas muy valiosas.

Los ensayos de los años alrededor de su última década, no escritos ya espontáneamente sino para ocasiones específicas, reflejan el cambio. Ya en 1924, a pesar de su oposición de toda la vida a las tendencias extremistas de la literatura moderna (el monólogo interior, el imagismo, el realismo lento), pudo declarar que el Ulises de Joyce y el Jurgen de Cabell fueron “notables contribuciones al arte contemporáneo”;[6] “Cats and Dogs” (“Perros y gatos”, 1926) considera, juguetona para acertadamente, al gato como un símbolo de muchos de los rasgos humanos preferidos por Lovecraft: aristocracia, distanciamiento, dignidad, elegancia; “Some Causes of Self-Immolation” (“Algunas causas de la auto-inmolación”, 1931), a pesar de su título bromista, es un estudio serio de la psicología humana; y, quizá lo más impresionante de todo, “Some Repetitions on the Times” (“Algunas repeticiones sobre la época”, 1933)[7] es una súplica sincera y casi desesperada para solucionar las demoledoras calamidades económicas de la época a través de un socialismo modificado. Todos estos ensayos muestran una flexibilidad, una frescura de estilo, y un rigor intelectual que se encuentra en muy pocos de sus ensayos anteriores, excepto quizá en los excelentes ensayos In Defence of Dagon (En defensa de Dagon, 1921), donde Lovecraft defiende su estética y su metafísica con una retórica brillante que no se encuentra en ninguna otra parte de sus obras, salvo quizá en sus cartas argumentativas.

Los ensayos de Lovecraft sobre los temas amateur son aún la parte más extensa de su obra no ficticia, y son testigo del beneficio mutuo que obtenía y extraía de la causa amateur. Incluso aunque acabara desilusionándose un poco con el movimiento, incluso aunque se diera cuenta de que la mayor parte de sus miembros eran simplemente novatos malhadados y egoístas en lugar de perseguidores desinteresados de la autoexpresión, jamás se separó por completo de él. Debemos leer las incontables entregas del “Department of Public Criticism” (“Departamento de la crítica pública”) de Lovecraft (donde con paciencia infinita señala las meteduras de pata gramaticales y estéticas de todas y cada una de las contribuciones a la UAPA de aquella temporada) o sus voluminosas “News Notes” (“Notas sobre las noticias”), donde informa de las idas y venidas de varios amateurs (él mismo incluido), para percibir la profundidad de su apego al mundo amateur. Muchos hoy en día ven a Lovecraft tan solo como el más prominente de los escritores pulp, pero, de hecho, nunca fue un escritor pulp (publicó en estas revistas por necesidad, no por preferencia), y es evidente que su fase amateur fue mucho más significativa que su participación con la narrativa pulp.

Los ensayos de viajes de Lovecraft forman un grupo único de su obra. Lo cierto es que pocos de nosotros tenemos la paciencia de vadear la dicción dieciochesca de A Description of the Town of Quebeck (Una descripción de la ciudad de Quebec, 1930-31), su trabajo más extenso, y un alardeo cohibido de su postura no comercial. Pero tales trabajos como “Vermont-A First Impression” (“Vermont – Una primera impresión”,1927) o “The Unknown City in the Ocean” (“La desconocida ciudad en el océano”,1934, sobre Nantucket) son muestras enternecedoras de su necesidad constante de sentirse revivificado por el contacto con las reliquias del pasado.

Como crítico literario general, Lovecraft jamás alcanzará mucha fama, pero se podría argumentar que es el más agudo crítico de la ficción extraña, y no solo gracias a Supernatural Horror in Literature (El horror sobrenatural en la literatura,1925-27), sino también por otro ensayos como “Notes on Writing Weird Fiction” (“Notas sobre la escritura de la ficción extraña”, ca. 1932) y, sobre todo, las cantidades ingentes de comentarios casuales en sus cartas. Todas estas obras muestran que los principios de la escritura de lo extraño de Lovecraft estaban claramente formadas en una etapa bastante temprana en su carrera y continuaron desarrollándose conforme leía nuevas obras o discutía sobre el tema con sus muchos colegas en el campo. También se debería mencionar, como detalle secundario, su valioso Commonplace Book (Libro común), un almacén de tramas e imágenes recogidas tan solo recientemente, en la edición crítica de David E. Schultz, donde finalmente hemos sido capaces de ver qué papel tan íntimo desempeñaron en su proceso creativo las entradas aparentemente aleatorias e inconexas de esta pequeña libreta.

Lovecraft descubrió sus deficiencias como poeta bastante pronto. Sabía que su auténtico propósito en tales obras como “Old Christmas” (“La vieja navidad”, 1917) o “Myrrha and Strephon” (“Myrrha y Strephon”, 1919) no era expresión estética sino mostrar su más puro anticuarianismo:

En mi noviciado poético yo era, me temo, un imitador crónico, permitiendo que mis tendencias de anticuario se superpusieran a mi sentimiento poético abstracto. Como resultado, el propósito entero de que escribiera no tardó en distorsionarse, hasta que finalmente llegué a escribir tan solo para recrear a mi alrededor la atmosfera de mis autores favoritos del siglo XVIII. Perdí de vista la autoexpresión como tal, y lo único que mostraba mi excelencia era el grado hasta el cual me aproximaba al estilo de Mr. Pope, Dr. Young, Mr. Thomson, Mr. Addison, Mr. Tickell, Mr. Parnell, Dr. Goldsmith, Dr. Johnson, y demás.

(SL 2.314-15)

Lovecraft siguió siendo fiel a los poetas dieciochescos, aunque llegó a considerar como los grandes gigantes de la poesía inglesa a tales románticos como Keats y Shelley y algunos de sus predecesores y contemporáneos como al temprano Swinburne y a Yeats. Y sin embargo, dada su convicción de que la poesía debería ser “simple, directa, no intelectual, vestida con símbolos e imágenes en vez de ideas y declaraciones”[8] (una definición que empleó para denigrar a los poetas metafísicos que estaban reviviendo en la estima popular), pareció darse cuenta sorprendentemente pronto de que a sus amados Dryden y Pope les faltaba algo: “Me doy cuenta de que a mis georgianos les faltaba mucho en el espíritu de la poesía, pero admiro su verso, cual verso”[9]. Esto lo escribió en 1918, y aunque no es exactamente un eco de la declaración de Matthew Arnold de que Dryden y Pope eran en realidad maestros de la prosa inglesa, al menos reconoce que la virtud principal de los georgianos no era su instinto poético sino su destreza métrica. En cualquier caso, el desafortunado resultado de su adopción temprana de las formas de verso de los comienzos del siglo XVIII es una amalgama de poesía perfectamente competente (desde un punto de vista métrico) pero completamente sosa hasta alrededores de 1925, con tan solo puntos intermitentes de interés: una serie de sátiras mordaces, desde “Ad Criticos” (1913-14) hasta “Medusa: Un retrato” (1921)[10]; el georgianismo perfecto de “Sunset” (“Puesta de sol”, 1917); las excelentes parodias a sí mismo en “On the Death of a Rhyming Critic” (“Sobre la muerte de un crítica de la rima”, 1917) y “The Dead Bookworm” (“El lector voraz muerto”, 1919). El verso espeluznante (desde “The Poe-et’s Nightmare” ““La pesadilla del poeta”, 1916], con su potente síntesis en verso blanco de su filosofía cósmica, hasta el taciturno “A Cycle of Verse” [“Un ciclo de verso”, 1919]) retiene un poco más de vida, aunque podríamos aguantar sin tales imitaciones mecánicas de Poe como “The House” (“La casa”k 1919) o “The Nightmare Lake” (“El lago de pesadilla”, 1919).

No obstante, curiosamente, Lovecraft dejó todo esto atrás. Desde 1922 hasta 1928 apenas escribió poesía; estaba claro que había dirigido su energía creativa a la ficción. Incluso alguna de su poesía revela un desprendimiento incipiente de los modelos dieciochescos: “My Favourite Character” (“Mi personaje favorito”) y “A Year Off” (“Un año sabático”, ambos de 1925) tienen algo del gusto de Locker-Lampson y el vers de société de finales del siglo XIX, y bien podrían haber sido influenciados por Rheinhart Kleiner, un maestro desconocido de esta forma ligera. Pero entonces, repentinamente, nos encontramos con el soneto “Recapture” (“Recaptura”, Noviembre de 1929, más adelante incorporado en Fungi from Yuggoth [Hongos de Yuggoth]), que tiene tan poco que ver con nada de lo que Lovecraft hubiera escrito antes que tanto Winfield Townley Scott como Edmund Wilson sospecharan (sin fundamento) que en él, así como en el resto de Fungi from Yuggoth (Hongos de Yuggoth, 1929-30), Lovecraft había sido influenciado por Edwin Arlington Robinson. Pero si estudiamos el pensamiento estético de Lovecraft de esta época podremos ver que el cambio quizá no fue tan repentino. En 1928 ya atacaba el uso de arcaísmos, inversiones, y el “lenguaje poético” que había abarrotado su verso temprano. Había empezado a darse cuenta de que la poesía viva no puede llevar los ropajes de una época anterior, y vio que su propia poesía había sido tan solo un vasto juego psicológico que había jugado consigo mismo; un intento de retroceder al siglo XVIII tan débil y patético como su anhelo por las pelucas y los calzones. Pero cuando envió “Recapture” (“Recaptura”) a un corresponsal, añadió la nota: “Hablando de mis cosas, adjunto otro espécimen reciente ilustrativo de mis esfuerzos para practicar lo que predico acerca de la dicción directa y sincera, una suerte de semi-soneto irregular, basado en un sueño que tuve”.[11]

¿Qué provocó este cambio radical? Debe haber habido una serie de factores. Principalmente fue su reconocimiento de que el siglo XX no era una pesadilla de la que uno no pudiera despertarse y alejarse sino una era cuya singularidad exigía expresión en el arte y la literatura. En segundo lugar, a Lovecraft le pudo haber impactado la excelente poesía de su amigo Clark Ashton Smith, quien pudo haberle mostrado cómo armonizar un uso muy selectivo de arcaísmos con una aproximación más moderna y vigorosa. Una influencia más directa fue su colaboración en un manual poético, Doorways to Poetry (Umbrales a la poesía, jamás publicado) para su amigo Maurice W. Moe, y su lectura de los Sonnets of the Midnight Hours (Sonetos de las horas de medianoche, 1927), probablemente fue el modelo directo para el Fungi from Yuggot (Hongos de Yuggoth) de Lovecraft. En cualquier caso, su ciclo de sonetos, aunque no es para nada radical, tiene su lugar junto al trabajo de otros poetas conservadores de la época: Rupert Brooke, Ralph Hodgson, Robert Hillyer, John Masefield, Walter de la Mare, y otros. Puede que a Lovecraft jamás se le conozca por su poesía, pero en sus mejores momentos ofrece los mismos elementos de horror cósmico, pureza de dicción, y resonancia filosófica que caracterizan su prosa.

De las cartas de Lovecraft es difícil hablar brevemente. En cuanto a cantidad, empequeñecen el resto de su obra hasta hacerla insignificante. Aunque ahora mismo tan solo son conocidas para el círculo íntimo de los académicos de Lovecraft, se podría argumentar que son algunos de los documentos literarios más extraordinarios del siglo, e incluso es concebible que en el futuro su reputación depende más de éstas que de su ficción. Es a las cartas a las que acudimos para obtener información sobre su vida, detalles sobre su obra literatura, datos sobre su pensamiento filosófico… Pero, más que ser meros apéndices utilitarios para la academia, son algunas de las más hermosas de su clase. Lovecraft no tenía reparos en escribir cartas de cincuenta, sesenta, o hasta setenta páginas, y es en éstas epístolas heroicas (más largas que la mayoría de sus historias) donde nos revela su auténtica grandeza y diversidad como artista. Desde el filosofeo técnico hasta el humor absurdo y paródico de sí mismo; desde el arcaísmo juguetón hasta el coloquialismo franco; de reflexiones agudas sobre la insignificancia de la humanidad hasta discusiones acaloradas sobre la regeneración política y económica, las cartas muestran una amplia gama de temas, tonos, y estados de ánimo. No puedo resistirme a citar extensamente la reprensión de Lovecraft a Frank Long por igualar ciencia con tecnología:

Escucha, jovencito. Olvídate de tus libros y asociaciones mecánicas actuales. Dale una patada a la parodia moribunda de la civilización y échala por la puerta trasera de la consciencia. Deja en la estantería las sobras de segunda mano del determinismo económico marxista, una fuerza genuina dentro de ciertos límites, pero sin las más amplias ramificaciones que le atribuye la hermandad de moda de New Republic & Nation. ¡Por una vez en tu vida, estate a la altura de tus ideales no contemporáneos y piensa en algo que no sean las sobras que te lanzan los editores! Vuelve a la costa jónica, retrocede unos 2500 años, y cuéntale a tu abuelo a quién te encontraste en una villa en Mileto estudiando las propiedades de los imanes y el ámbar, prediciendo eclipses, explicando las fases de la luna, y aplicando a la física y la astronomía los principios de investigación que aprendió en Egipto. Tales, un chico que destacó en su época. ¿Habías oído hablar de él? Él quería saber cosas. Qué raro, ¿no? ¡Y pensar que jamás se le ocurrió fabricar rayón o formar una sociedad por acciones o extraer petróleo de Mesopotamia u oro del mar! Qué joven tan curioso. Quería saber cosas, pero jamás pensó en el estado colectivista… dejando que de esto se encargara la untuosa cotorra, Platón, a quien los pequeños Chestertons bigotudos de una era posterior adoraron. Dios santo, ¿te podrás creer que tuvo el instinto humano común de la curiosidad y tan solo quería conocimiento para satisfacer esa necesidad elemental? Qué perezca este pensamiento tan anti-moderno y anti-Marxista… y sin embargo uno sospecha… Y también está ese tarado, Pitágoras. ¿Para qué querría molestarse con aquella pregunta, “¿qué son las cosas?”? ¿Y Heráclito y Anaxágoras y Anaximandro y Demócrito y Leucipo y Empedocles? Pues bien, si valoras las palabras de tu valioso y viejo pragmático con cara de sátiro, Socrátes, ¡estos imbéciles tan solo querían saber cosas por saberlas! Según este amado super-Babbitt tuyo, que bajó a la filosofía de las nubes para que sirviera a los hombres (para servir a fines útiles de una forma cívicamente aceptable), los viejos naturalistas y los sofistas eran una muchedumbre lamentable. Tu querido Platón estaba de acuerdo. No se preocupaban de los aspectos sociales o colectivistas. Que va, eran individuos egoístas que satisfacían el instinto humano de la curiosidad cósmica por su propio bien. ¡Ugh! ¡Lleváoslos! Los jóvenes platonistas bigotudos no quieren tener nada que ver con esos criminales buscadores de placer. Sencillamente no podrían haber sido auténticos “científicos”, ya que no servían a ningún gran negocio, ni tenían motivaciones altruistas o bolcheviques. Desde un punto de vista práctico y marxista, simplemente no existían ese tipo de personas. ¿Cómo podría haberlas? La “ciencia” es (según dicen en los libros) la sierva de la era de la máquina. Ya que la vieja Jonia no tuvo era de la máquina, ¿cómo podía haber “ciencia”?

(SL 3.298-99)

Pero es en las cartas de menor interés intrínseco donde nos muestra toda su humanidad. Durante ocho años se escribió regularmente con Elizabeth Toldridge, una aspirante a poeta que minusválida que no podía dejar su apartamento en Washington D.C.; y aunque podemos ver, por la parte de la correspondencia de Lovecraft, de que ella era desesperantemente convencional y victoriana en su actitud, él jamás dejó de responder cada punto de sus cartas ni de mencionar los libros y recortes de periódico que ella le enviaba. No era condescendiente ni deshonesto con ella. No se tomaba a mal el no estar de acuerdo con su teísmo benigno, su admiración de la monótona poesía victoriana, o su conservadurismo político y económico. Tan solo su muerte acabó con su correspondencia. La ayuda y el apoyo infatigables que dio Lovecraft, incluso en su lecho de muerte, a todos sus corresponsales jóvenes y viejos hacen que uno no se sorprenda de la admiración e incluso reverencia que todos sus conocidos lo mostraron durante su vida y después de su muerte. Si la publicación del compendio de la correspondencia de Lovecraft (en docenas o quizás cientos de volúmenes) es, al menos por el momento, un sueño irrealizable, quizás al menos sea un sueño que merezca la pena mantener en nuestra mente.

IV

No hay necesidad ahora de revisar los detalles de la resurrección póstuma de Lovecraft: los intentos de August Derleth y Donald Wandrei de encontrar una editorial para publicar un omnibus de sus relatos; su fundación de Arkham House cuando fracasaron en este empeño; la emergencia de una joven banda de entusiastas en el creciente movimiento fan de la fantasía (denigrado por Edmund Wilson como “en un nivel aún más infantil que los Irregulares de Baker Street y el culto de Sherlock Holmes [FDOC, 49]; seguramente tenía razón); la diseminación gradual de las historias de Lovecraft en tapa blanda, incluyendo una edición de las Fuerzas Armadas; la publicación periódica de Arkham House de volúmenes de relatos, poemas, ensayos, y miscelánea desde los años cuarenta a los sesenta; la traducción de Lovecraft al francés y al español en los cincuenta; al alemán, italiano y holandés en los sesenta; y al japonés y las lenguas escandinavas en los setenta; la tremenda popularidad de los libros de tapa blanda de Beagle/Ballantine en los setenta; la reimpresión de obras menores por publicaciones de fans o especializadas en los setenta y los ochenta; y, finalmente, la re-publicación de un compendio de su narrativa en ediciones textualmente correctas en Arkham House bajo mi dirección. Y sin embargo, su narrativa aún no ha sido publicada por ninguna gran firma comercial o académica en tapa dura en este país (en Europa y Asia han aparecido ediciones elaboradamente ilustradas o en estuches en las dos últimas décadas, y las ediciones extranjeras son invariablemente analizadas en revistas y periódicos destacados); sus ensayos, poesía y cartas aún no han alcanzado nada parecido a una distribución generalizada; y, lo más importante de todo, el estudio de su vida, obra y pensamiento aún está mayormente en manos de académicos independientes que emergen del campo de la ciencia ficción o la fantasía, aunque algunos de ellos han publicado en editoriales académicas.

En este último punto me centraré brevemente para concluir esta introducción. Antes de 1971 (la muerte de August Derleth), el número de académicos o críticos convencionales que tan siquiera discutían a Lovecraft podía contarse con los dedos de una mano: hemos mencionado a Edmund Wilson, Colin Wilson, y T. O. Mabbott, y también deberíamos mencionar a Peter Penzoldt, el académico suizo que en The Supernatural in Fiction (Lo sobrenatural en la ficción, 1952) dedicó algunas de las páginas más esclarecedoras al estilo y teoría de la narrativa extraña de Lovecraft. Pero ésta es una ocurrencia aislada de un tratamiento no condescendiente. En este punto temprano los cimientos de la crítica de Lovecraft estaban siendo hábilmente puestos por George T. Wetzel, Matthew H. Onderdonk, y especialmente Fritz Leiber, cuyo “A Literary Copernicus” (“Un Copérnico literario”, 1949) puede que sea aún el mejor artículo general jamás escrito sobre Lovecraft. Poco se hizo en los años cincuenta (la edición especial de Lovecraft de la revista literaria de la Universidad de Detroit, Fresco [Primavera de 1958], es enteramente efímera e insustancial) o los sesenta. Parece que hiciera falta la muerte de August Derleth (y, quizá, la publicación de las Selected Letters [Cartas selectas] que empezó en 1965) para estimular un interés académico renovado en Lovecraft. El desmantelamiento de las muchas concepciones erróneas sobre él como hombre y escritor empezó con Richard L. Tierney y Dirk W. Mosig. L. Sprague de Camp escribió una biografía polémica tras ver que Derleth no había conseguido acabar la suya; y, finalmente, el establecimiento de Lovecraft Studies (Estudios de Lovecraft) en 1979 aportó un foco de discusión educada sobre él, aunque inevitablemente esa discusión era y aún es dirigida predominantemente por gente no académica. Cuánto de este estudio está calando en la comunidad académica general es difícil de determinar. Quizás aún sea demasiado temprano para decir nada definitivo sobre el tema.

No se puede negar que muchos de sus seguidores aún escriben como si estuvieran intentando evangelizar a los paganos; yo mismo no me salvo de esta tendencia. Pero si el establecimiento académico y crítica sigue ignorando a Lovecraft (sea por un prejuicio general contra el relato extraño o por algún defecto percibido de su obra) no debería ser mi problema. He encontrado en él a un escritor enormemente gratificante y enriquecedor. Pero quizá llevará otros cien años para que más críticos que aquellos representados en este volumen se den cuenta de ello.

Notas

1. Impreso por primera vez en Juvenilia, pp. 15-18.

2. Lovecraft a Duane W. Rimel, 1 de Abril de 1936 (ms., JHL).

3. "What Amateurdom and I Have Done for Each Other" (1921); rpt. UPP 3:29.

4. The Private Life of H. P. Lovecraft, p. 15.

5. Lovecraft a Mrs. F. C. Clark, 17 de Noviembre de 1924 (ms., JHL).

6. "The Omnipresent Philistine" (1924); rpt. UPP 1:37.

7. Publicado por primera vez en LS No. 12 (Primavera de 986): 13-25.

8. Lovecraft a Lee McBride White, Jr., 10 de Febrero de 1936 (ms., JHL).

9. Lovecraft a Alfred Galpin, 27 de Mayo [1918] (ms., JHL).

10. La mejor sátira de Lovecrat, "Waste Paper" (1923), una feroz pero reveladora parodia de The Waste Land, que por supuesto no debe nada al siglo XVIII.

11. Lovecraft a Elizabeth Toldridge, 26 de Noviembre de 1929 (ms., JHL).